Cuando una persona fallece, deja tras de sí -entre otras cosas- ciertos derechos que gravitan en las esferas de la personalidad y el patrimonio. Nuestro ordenamiento jurídico contempla la protección del derecho al honor de una persona fallecida, pues se ha convenido en entender que el honor transciende a la propia vida de la persona. Del mismo modo, nuestro derecho sucesorio contempla variedad de instituciones destinadas a ordenar el patrimonio que al finado pertenecía.
Es innegable que en los días que nos ha tocado vivir, la vertiente digital, tanto de nuestra personalidad como de nuestro patrimonio, ha cobrado vital importancia. Nuestra personalidad ya no es íntegramente inteligible sin su aspecto cibernético, esto es, lo que se ha venido a llamar “identidad digital”. Igualmente, nuestro patrimonio comprenderá bienes de naturaleza digital; ya hayan sido creados por nosotros mismos o adquiridos a través de los correspondientes prestadores de servicios digitales.
Ambas facetas, la personal y la patrimonial, en su vertiente digital, deberían poder ser objeto de disposición por parte del causante. Centrándonos en lo que a la personalidad del causante se refiere, se ha comenzado a legislar -con más o menos tino, solvencia y efectividad- sobre lo que se empieza a conocer como “últimas voluntades digitales”.
En España, hasta el momento, solo la legislación catalana ha dado un paso en dicho sentido; paso que se encuentra en suspenso al haber sido objeto de recurso de inconstitucionalidad presentado por el Gobierno. Independientemente de la suerte que corra la Ley 10/2017, de 27 de junio, de las voluntades digitales y de modificación de los libros segundo y cuarto del Código Civil de Cataluña, entendemos que es interesante abordar brevemente una serie de aspectos recogidos en la mencionada norma.
Según la citada norma, las últimas voluntades digitales son disposiciones establecidas por una persona para que, después de su muerte, el heredero o albacea universal, o la persona designada para ejecutarlas, actúe ante los prestadores de servicios digitales con quienes el causante tenga cuentas activas. Para ello, contempla dos tipos de instrumentos: los sucesorios tradicionales y un documento que deba inscribirse en un registro (administrativo) constituido ad hoc. Estas disposiciones irán, en principio, dirigidas a manifestar la voluntad del causante con relación a la supervivencia y uso de sus cuentas y perfiles activos a su fallecimiento y, en su caso, a designar a la persona que deba (y pueda) hacer efectiva dicha voluntad.
Son fundamentalmente dos los retos a los que la legislación, así planteada, debe responder: En primer lugar, el choque que se pueda producir entre la voluntad del disponente manifestada en las últimas voluntades digitales y la normativa de Protección de Datos y los protocolos internos de los prestadores de servicios. En segundo lugar, los conflictos de legitimidad que puedan surgir entre los implicados en una sucesión de estas características, esto es, entre los herederos como continuadores de la personalidad del causante, los familiares más próximos a los que ciertos prestadores de servicios dan preferencia y el llamado albacea digital.
La inexistencia de jurisprudencia sobre el asunto y la discusión doctrinal en curso favorecen que existan numerosas opiniones sobre la manera en que dichos retos deban ser afrontados y que deberán ser analizados en su momento.